Y cuando más vibraba la anatema y cuando más la cólera estallaba,
un grito resonó sublime, que detuvo en los labios las palabras:
¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo! se escuchó una voz de madre.
Él es el fruto de amor de mis entrañas y aunque asesino y todo, ¡es mi hijo!
Y entre la turba que quedó asombrada, abriose paso una mujer humilde,
de faz rugosa y cabellera blanca.
Y sin ver, sin oír con arrebato, al asesino se quedó abrazada.
Y entre sollozos llenos de ternura, lo baño con sus lágrimas.
Y entre sollozos llenos de ternura se tapó la cara y dijo:
¡Por qué lo quieres Señor!
Que así taladre, el cruel destino al corazón humano.
¡Es este hombre!, !mi propio hijo! y ustedes, ¡unos desgraciados!
¡Oh Dios mío!, ¿por qué lo quieres así?
¡Si cuando un hijo muere! ¡muere con él!
el amor y la ternura, la dulzura y la bondad.
Solo hay un gran amor, amor sublime,
que detiene las borrascas, que ilumina la senda del destino:
¡Es el amor de madre, que nos salva!
MIGUEL A. HIDALGO