EL TULIPÁN DE TÍA MARGO
Traigo este cuento como regalo de fin de año.
Espero que logren descifrarlo, si no es así, será absolutamente mea culpa.
P
ara cualquiera que no fuese Charlie sería entretenido vivir en Evergreen, un lugar en el que abundaban los parques y las escuelas rebosaban de infantes de su edad. Pero él no era un niño cualquiera, desde que tenía memoria recordaba de su tía frases como: «Eres tan extraño, Charlie», «¿Por qué no juegas como los demás, Charlie?», «No te pareces en nada a tu padre, Charlie». Y así podría seguir recordando y sería como si todas aquellas frases formasen una sola: «eres raro». Sin embargo, él no estaba de acuerdo, pensaba que era como los demás, incluso mejor. Se lo había dicho el abuelo la vez que lo fue a ver en su cumpleaños número cuatro, antes de que partiera para uno de sus misteriosos viajes. En esa época «mamá ya había ido a morar con los ángeles» como todo el mundo se empeñaba en convencerlo. Especialmente su tía Margo, quien era la encargada de que todo se viese a través de características indefinibles, como si el existir fuese parte de un sueño. Para ella todo era malo o estaba prohibido. Cualquier pregunta que Charlie hacía era cuidadosamente evaluada, luego, con la misma cadencia con la que se reza el rosario, tía Margo respondía como si sus palabras fuesen un veredicto sin derecho a apelación. «No, Charlie, cariño, no puedes jugar con las niñas de esa forma. Eso es malo». «Charlie, no es correcto que pases en el baño más de cinco minutos. Es malo». «Nunca abraces de esa forma a la señorita Mary, no se ve bien…» y así sucesivamente. La vida de Charlie estaba sujeta a una larga cadena de situaciones inapropiadas, vedadas y prohibidas, hasta el punto de que su delicado espíritu se fue recogiendo bajo una gruesa caparazón como la de las tortugas.
Desde ese duro blindaje asomaba al mundo con la timidez del niño que tiene miedo de decir lo que piensa como suelen hacer la mayoría de los chicos, y su universo se centraba en su mente, en su imaginación inagotable que lo llevaba más allá de la cerca del jardín donde los tulipanes ejercían de guardianes, con su largos tallos y sus flores bulbosas con olor a nuez como la flor de tía Margo; a Charlie le parecía que ella y sus tulipanes debían de tener algún parentesco. Uno que no le concernía a él. Por ello cuando se enteró de que su abuelo había llegado para llevarlo con él, sintió que finalmente sus ruegos habían sido escuchados, y se convenció que de algo había servido orar cada noche como tía Margo le había enseñado.
—Ven, Charlie, cariño, saluda a tu abuelo.
Desde donde se encontraba, Charlie solo podía ver los delicados tobillos de tía Margo envueltos como siempre en gruesas medias color carne, y sus ridículos zapatos negros con un lazo de cuero casi en la punta. No respondió. Era su manera de decirle que esperase un momento.
—Le he dicho muchas veces que no debe usar las sábanas para armar este desastre que él llama castillo… —se excusó Margo.
—No te preocupes, Margo, sé que Charlie está ordenando sus asuntos y saldrá cuando tenga que hacerlo.
La voz cálida que acababa de escuchar le trajo gratos recuerdos, pero no estaba seguro de si debía salir de inmediato o esperar. Con tía Margo nunca se sabía cómo debía actuar.
—Te ruego que nos dejes solos un momento, querida —pidió el abuelo.
—Está bien. Pero has de tener paciencia, tienes un nieto demasiado raro.
Charlie vio desaparecer los tobillos de tía Margo al cerrarse la puerta y decidió que era el momento de saludarlo.
Una mano grande apareció ante sus ojos.
—Vamos, hijo, sal de ahí, iremos a dar un largo paseo.
El contacto con la mano del abuelo fue una agradable experiencia sensorial que apenas recordaba. Era tan grande, fuerte y cálida como su voz. Hacía tanto que no recibía un contacto físico demostrándole cariño que empezaba a olvidarlo. Salió de su escondite y el anciano retiró la sábana de una de las sillas que había servido de torre para su castillo y se sentó para estar a su altura.
—Pequeño, he venido para llevarte conmigo, ¿te gusta la idea?
—Sí.
—¿Qué hacías ahí dentro? —preguntó señalando las sillas ahora desnudas.
—Me escondía de las brujas.
El hombre lo miró sin decir nada. Dos años atrás estuvo allí para el cumpleaños de su nieto… ¿qué edad festejaba? No estaba seguro. Su hijo, fallecido apenas seis meses antes de ese día, ocupaba toda su mente, y lo único que deseaba entonces era estar solo. Al ver a su nieto observó en él sus mismas facciones delicadas, parecía su gemelo. El corazón le latió más presuroso de lo que solía. No era justo que los hijos muriesen antes que sus padres, pensó con tristeza, pero en el caso del pequeño tampoco era justo quedarse sin padres a edad tan temprana. Notó que Charlie evitaba su mirada, así que cuando habló, lo hizo mirando a través de la ventana, consciente de que su nieto se sentiría libre para examinarlo.
—Iremos a la casa donde creció tu padre, sé que te va a gustar, hay una caballeriza y mucho espacio para corretear. —Bajó la mirada y notó el brillo en los ojos del niño. Le extendió la mano y Charlie confiado se dejó llevar.
Margo vio alejarse el coche hasta que solo quedó una débil estela de polvo. La invadió una leve vaguedad, como cuando sentía nostalgia, pero dudó de que fuera por Charlie. No lo extrañaría, aunque sí le pareció extraña la perversa sonrisa de despedida que apareció en el rostro del abuelo al dirigirse al coche con él.
El niño definitivamente había sido una tarea pesada para ella, acostumbrada a su vida rutinaria, consideró su presencia una invasión a su privacidad, una obligación que debía a la menor de sus hermanas, la madre de Charlie, quien a los cuarenta había decidido que ya era hora de tener un hijo. «¿Por qué?», le había preguntado. Y la madre de Charlie se había encogido de hombros. «Creo que es hora de completar la familia». Una respuesta que para cualquiera habría estado bien, para Margo era simple cuestión de egoísmo. Después de haber vivido de juerga en juerga y cuando las canas asomaban a sus sienes, era lógico que pensara que necesitaba un entretenimiento más tranquilo. Como si un niño fuese un muñeco al que se le puede dejar de lado si se está cansada, especuló Margo. Y no estuvo muy equivocada. Su hermana siguió con la costumbre de fumarse un pito de vez en cuando y de conducir pasada de tragos. La noche del accidente ella y su marido regresaban de una fiesta y no llegaron jamás a casa. El pequeño Charlie de tres años apenas cumplidos le fue entregado por la mujer de la seguridad social. Siempre le pareció un niño raro, y no era porque jamás llorase: algo en su comportamiento le indicaba que no actuaba como los demás niños. Y de ellos conocía bastante, hasta hacía poco había sido maestra de párvulos. «Papá y mamá se abrazan mucho», solía decir. «¿Se abrazan?». «Sí. También cuando nos bañamos». «¿En la piscina?», le había preguntado esperanzada. «No. En la bañera». Y así fue conociendo mucho de la vida íntima de su hermana. Parecía que practicaba el amor con su marido de manera libre en presencia del niño, incluso en la misma cama. La inocencia de Charlie le hacía relatarlo todo, y aquellos detalles brotando de la boca de un niño de rostro angelical eran sencillamente dantescos.
Los primeros días había dejado que el pequeño durmiera en su cama porque había insistido: «Siempre duermo con mamá y papá». A Margo le pareció que era una manera de convencerla, pero después se dio cuenta de que había sido cierto. Fue cuando él le preguntó por qué dormía con ropa señalando su camisón que cayó en la cuenta de que había algo extraño en todo aquello. Y cuando aclaró: «Mamá, papá y yo, dormíamos sin ropa». Margo se sintió perturbada. Supo entonces que las noches que Charlie pasó en su cama, su camisón había sido subido deliberadamente. Él acostumbraba arrebujarse contra ella, y lo que al principio le pareció un acto de dulzura y le enterneció el corazón, después cobró para ella visos de degeneración. «Así le gustaba dormir a mamá, con mi mano aquí» o «Yo vi a papá hacerlo, ¿no te gusta?». Fue cuando decidió llamar al abuelo de Charlie, el padre del difunto marido de su hermana. Pero el viejo vagaba recorriendo el mundo, como siempre, y tardó un par de años en llegar. Y Margo empezó a criar al niño a su manera, con dureza y mucha vigilancia. Lo acostumbró a dormir solo en una habitación destinada para él, y a asistir a la escuela, donde jamás hizo amigos.
Y ahora todo estaba en manos del abuelo. Sin embargo, al desvanecerse el polvo en la lejanía no pudo apartar de su mente la sonrisa del abuelo, entonces la sensación de culpa se
apoderó de ella y aparecieron las lágrimas que no había derramado en el entierro de su hermana./.
Traigo este cuento como regalo de fin de año.
Espero que logren descifrarlo, si no es así, será absolutamente mea culpa.
P ara cualquiera que no fuese Charlie sería entretenido vivir en Evergreen, un lugar en el que abundaban los parques y las escuelas rebosaban de infantes de su edad. Pero él no era un niño cualquiera, desde que tenía memoria recordaba de su tía frases como: «Eres tan extraño, Charlie», «¿Por qué no juegas como los demás, Charlie?», «No te pareces en nada a tu padre, Charlie». Y así podría seguir recordando y sería como si todas aquellas frases formasen una sola: «eres raro». Sin embargo, él no estaba de acuerdo, pensaba que era como los demás, incluso mejor. Se lo había dicho el abuelo la vez que lo fue a ver en su cumpleaños número cuatro, antes de que partiera para uno de sus misteriosos viajes. En esa época «mamá ya había ido a morar con los ángeles» como todo el mundo se empeñaba en convencerlo. Especialmente su tía Margo, quien era la encargada de que todo se viese a través de características indefinibles, como si el existir fuese parte de un sueño. Para ella todo era malo o estaba prohibido. Cualquier pregunta que Charlie hacía era cuidadosamente evaluada, luego, con la misma cadencia con la que se reza el rosario, tía Margo respondía como si sus palabras fuesen un veredicto sin derecho a apelación. «No, Charlie, cariño, no puedes jugar con las niñas de esa forma. Eso es malo». «Charlie, no es correcto que pases en el baño más de cinco minutos. Es malo». «Nunca abraces de esa forma a la señorita Mary, no se ve bien…» y así sucesivamente. La vida de Charlie estaba sujeta a una larga cadena de situaciones inapropiadas, vedadas y prohibidas, hasta el punto de que su delicado espíritu se fue recogiendo bajo una gruesa caparazón como la de las tortugas.
Desde ese duro blindaje asomaba al mundo con la timidez del niño que tiene miedo de decir lo que piensa como suelen hacer la mayoría de los chicos, y su universo se centraba en su mente, en su imaginación inagotable que lo llevaba más allá de la cerca del jardín donde los tulipanes ejercían de guardianes, con su largos tallos y sus flores bulbosas con olor a nuez como la flor de tía Margo; a Charlie le parecía que ella y sus tulipanes debían de tener algún parentesco. Uno que no le concernía a él. Por ello cuando se enteró de que su abuelo había llegado para llevarlo con él, sintió que finalmente sus ruegos habían sido escuchados, y se convenció que de algo había servido orar cada noche como tía Margo le había enseñado.
—Ven, Charlie, cariño, saluda a tu abuelo.
Desde donde se encontraba, Charlie solo podía ver los delicados tobillos de tía Margo envueltos como siempre en gruesas medias color carne, y sus ridículos zapatos negros con un lazo de cuero casi en la punta. No respondió. Era su manera de decirle que esperase un momento.
—Le he dicho muchas veces que no debe usar las sábanas para armar este desastre que él llama castillo… —se excusó Margo.
—No te preocupes, Margo, sé que Charlie está ordenando sus asuntos y saldrá cuando tenga que hacerlo.
La voz cálida que acababa de escuchar le trajo gratos recuerdos, pero no estaba seguro de si debía salir de inmediato o esperar. Con tía Margo nunca se sabía cómo debía actuar.
—Te ruego que nos dejes solos un momento, querida —pidió el abuelo.
—Está bien. Pero has de tener paciencia, tienes un nieto demasiado raro.
Charlie vio desaparecer los tobillos de tía Margo al cerrarse la puerta y decidió que era el momento de saludarlo.
Una mano grande apareció ante sus ojos.
—Vamos, hijo, sal de ahí, iremos a dar un largo paseo.
El contacto con la mano del abuelo fue una agradable experiencia sensorial que apenas recordaba. Era tan grande, fuerte y cálida como su voz. Hacía tanto que no recibía un contacto físico demostrándole cariño que empezaba a olvidarlo. Salió de su escondite y el anciano retiró la sábana de una de las sillas que había servido de torre para su castillo y se sentó para estar a su altura.
—Pequeño, he venido para llevarte conmigo, ¿te gusta la idea?
—Sí.
—¿Qué hacías ahí dentro? —preguntó señalando las sillas ahora desnudas.
—Me escondía de las brujas.
El hombre lo miró sin decir nada. Dos años atrás estuvo allí para el cumpleaños de su nieto… ¿qué edad festejaba? No estaba seguro. Su hijo, fallecido apenas seis meses antes de ese día, ocupaba toda su mente, y lo único que deseaba entonces era estar solo. Al ver a su nieto observó en él sus mismas facciones delicadas, parecía su gemelo. El corazón le latió más presuroso de lo que solía. No era justo que los hijos muriesen antes que sus padres, pensó con tristeza, pero en el caso del pequeño tampoco era justo quedarse sin padres a edad tan temprana. Notó que Charlie evitaba su mirada, así que cuando habló, lo hizo mirando a través de la ventana, consciente de que su nieto se sentiría libre para examinarlo.
—Iremos a la casa donde creció tu padre, sé que te va a gustar, hay una caballeriza y mucho espacio para corretear. —Bajó la mirada y notó el brillo en los ojos del niño. Le extendió la mano y Charlie confiado se dejó llevar.
Margo vio alejarse el coche hasta que solo quedó una débil estela de polvo. La invadió una leve vaguedad, como cuando sentía nostalgia, pero dudó de que fuera por Charlie. No lo extrañaría, aunque sí le pareció extraña la perversa sonrisa de despedida que apareció en el rostro del abuelo al dirigirse al coche con él.
El niño definitivamente había sido una tarea pesada para ella, acostumbrada a su vida rutinaria, consideró su presencia una invasión a su privacidad, una obligación que debía a la menor de sus hermanas, la madre de Charlie, quien a los cuarenta había decidido que ya era hora de tener un hijo. «¿Por qué?», le había preguntado. Y la madre de Charlie se había encogido de hombros. «Creo que es hora de completar la familia». Una respuesta que para cualquiera habría estado bien, para Margo era simple cuestión de egoísmo. Después de haber vivido de juerga en juerga y cuando las canas asomaban a sus sienes, era lógico que pensara que necesitaba un entretenimiento más tranquilo. Como si un niño fuese un muñeco al que se le puede dejar de lado si se está cansada, especuló Margo. Y no estuvo muy equivocada. Su hermana siguió con la costumbre de fumarse un pito de vez en cuando y de conducir pasada de tragos. La noche del accidente ella y su marido regresaban de una fiesta y no llegaron jamás a casa. El pequeño Charlie de tres años apenas cumplidos le fue entregado por la mujer de la seguridad social. Siempre le pareció un niño raro, y no era porque jamás llorase: algo en su comportamiento le indicaba que no actuaba como los demás niños. Y de ellos conocía bastante, hasta hacía poco había sido maestra de párvulos. «Papá y mamá se abrazan mucho», solía decir. «¿Se abrazan?». «Sí. También cuando nos bañamos». «¿En la piscina?», le había preguntado esperanzada. «No. En la bañera». Y así fue conociendo mucho de la vida íntima de su hermana. Parecía que practicaba el amor con su marido de manera libre en presencia del niño, incluso en la misma cama. La inocencia de Charlie le hacía relatarlo todo, y aquellos detalles brotando de la boca de un niño de rostro angelical eran sencillamente dantescos.
Los primeros días había dejado que el pequeño durmiera en su cama porque había insistido: «Siempre duermo con mamá y papá». A Margo le pareció que era una manera de convencerla, pero después se dio cuenta de que había sido cierto. Fue cuando él le preguntó por qué dormía con ropa señalando su camisón que cayó en la cuenta de que había algo extraño en todo aquello. Y cuando aclaró: «Mamá, papá y yo, dormíamos sin ropa». Margo se sintió perturbada. Supo entonces que las noches que Charlie pasó en su cama, su camisón había sido subido deliberadamente. Él acostumbraba arrebujarse contra ella, y lo que al principio le pareció un acto de dulzura y le enterneció el corazón, después cobró para ella visos de degeneración. «Así le gustaba dormir a mamá, con mi mano aquí» o «Yo vi a papá hacerlo, ¿no te gusta?». Fue cuando decidió llamar al abuelo de Charlie, el padre del difunto marido de su hermana. Pero el viejo vagaba recorriendo el mundo, como siempre, y tardó un par de años en llegar. Y Margo empezó a criar al niño a su manera, con dureza y mucha vigilancia. Lo acostumbró a dormir solo en una habitación destinada para él, y a asistir a la escuela, donde jamás hizo amigos.
Y ahora todo estaba en manos del abuelo. Sin embargo, al desvanecerse el polvo en la lejanía no pudo apartar de su mente la sonrisa del abuelo, entonces la sensación de culpa se apoderó de ella y aparecieron las lágrimas que no había derramado en el entierro de su hermana./.